viernes, 9 de agosto de 2013

La Maldición de la Princesa de Hielo












Había una vez una princesa, la cual como toda princesa que se precie de tal, vivía en un palacio. El palacio estaba lleno de gente; siempre se recibían nuevos visitantes. Sin embargo, la princesa guardaba un gran temor: quedarse sola. Por más que prácticamente vivía acompañada, en ocasiones, sentía su interior completamente vacío y desolado.

A esta princesa le decían La Princesa de hielo, dado que su castillo quedaba muy muy lejos, elevado en una montaña rodeada de mar en la que siempre nevaba. Era toda una travesía llegar allí. También tenía ese apodo por su piel: tan blanca como la nieve. Muy femenina, linda, astuta, pero por sobre todo, dos cosas se destacaban en ella: su hermosa sonrisa y su dulzura al hablar, que le otorgaban la capacidad de que los hombres hicieran lo que se le antojara.

Aunque la anfitriona del Palacio de Hielo parecía cálida, simpática, extrovertida y encantadora, ella era realmente una princesa de hielo. Ocultaba su verdadera naturaleza fría, radicada en su corazón congelado; el cual mantenía en un eterno invierno esa cumbre, donde moraban Su Alteza y sus amigos.

Una noche, un ángel con forma de mujer se le apareció, en sus aposentos.

— He venido a traerte una noticia.

Él le reveló que de pequeña una maldición cayó sobre ella, helando su corazón. El perjuicio del encanto radicaba en que, como sus súbditos poseían un corazón normal, el invierno se haría cada vez más frío y ellos no podrían sobrevivir, cumpliéndose de esta forma, su peor pesadilla: la soledad. La princesa entonces, le consultó horrorizada si había alguna manera de detener su cruel destino.

— La única forma de salvarte es por medio de tu unión con aquel que vendrá a protegerte de ti misma; y con su pasión apagará el hielo que rodea a tu corazón, por siempre y para siempre.

Al pronunciar estas palabras, el ángel se esfumó. 

Asustada, la soberana del monte meditó qué hacer. Le costaba tomar decisiones; mas optó por esperar y dejar que las cosas sucedieran naturalmente. 

Pasado un tiempo, uno de sus cuantos admiradores le confesó su amor. Él era raro, venía del Reino de los Libros, un lugar completamente distinto al Palacio del Hielo. No vivía mucha gente allí, pero todos sus nativos se conocían y querían profundamente (por más que no festejaran y sonrieran siempre como en el castillo). Totalmente opuesto a la princesa, por fuera solía verse serio e introvertido, no obstante, adentro suyo albergaba puro fuego y un amor desmedido. A la princesa no le gustaba lo que veía en él, de hecho le daba miedo. Le daba miedo tanto cariño incondicional, tanto amor de verdad, era algo tan ajeno a ella que le producía impresión. Una mala impresión, por cierto. Ella decidió rechazarlo amablemente y decirle que no sentía atracción por él (aunque tampoco se hubiera puesto a hablar con él como para comprobarlo, no le interesaba). 

Un día, la Princesa de Hielo conoció a un visitante que venía de las lejanas Tierras del Sur, donde habitaban los vampiros. Era el hombre con el que cualquier chica del monte helado hubiese soñado estar. De pequeña, la princesa se había llenado de historias en donde el príncipe vampiro superaba todas las desventuras para casarse con su amada; convirtiéndola en una vampiresa y llevándola a vivir feliz por siempre en un antiguo y sombrío castillo. Apuesto, inteligente, entusiasta y misterioso, la princesa se enamoró perdidamente de él, derritiendo el hielo que envolvía a su corazón y trayendo las demás estaciones a la montaña. Definitivamente, aquel debía ser el sujeto del cual el ángel le había hablado. Ella sentía que era su amor imposible y eso la fascinaba aun más. Pero curiosamente, de imposible o especial no había mucho, él respondía al estereotipo de príncipe azul cultivado hasta el hartazgo en los cuentos de hadas, dragones y demás seres. 

No obstante, lo que más la volvía loca era que no intentaba enamorarla al igual que todos los demás; ella debería ser la que se esforzara en esta ocasión. Él generaba en ella lo que ningún otro: inseguridad en sí misma, por ello sentía que debía conquistarlo constantemente para volver a sentirse grandiosa como siempre. 

Su amado a veces quería estar con ella y otras no, pero la monarca no se rendiría, estaba empecinada en casarse con él. Los días en los que necesitaba amor y no se lo daba, ella recurría al nativo del Reino de los Libros; con él mínimo esfuerzo le daba a entender que algo podría pasar entre ambos, para que la llenara del cariño que necesitaba. Luego ella lo rechazaba otra vez. 

Tiempo después, uno de sus informantes le notificó que ese hombre del que se había enamorado, se estaba por casar con otra mujer. La princesa no quería creerlo hasta que saliera de su propia boca. Una vez que se lo confirmó, entrada en llanto, le pidió que dejara a su prometida. Él le comunicó que eso no podría ser y que lamentablemente —aunque no lo dijo de una manera tan directa— ella siempre sería la segunda. 

¿Cómo era eso posible? ¿Cómo era posible que no estuviese loco por ella, la mujer que cualquier hombre del Palacio de Hielo querría tener? 

El vampiro volvió a su tierra natal con su nueva esposa, pero la princesa, esperanzada en que notara el grave error que había cometido, decidió esperar. Si hay algo que ella tenía era paciencia, una herramienta que siempre le había sido útil a la hora de jugar con los corazones ajenos. Pero, lentamente el hielo volvía a crecer acorralando el suyo; la maldición seguía vigente. 

Esperó. Meses, años, décadas. Hasta que llegó la fecha en la que advirtió finalmente, que nunca volvería, ni la amaría. 

El inconveniente había sido desde el principio, que si bien era único y parecía el hombre ideal, en el mundo real no existe lo ideal: los vampiros no existen.

El problema era, más específicamente, que al ser una criatura inmortal y suprahumana, siempre necesitaría de su sangre, de su dolor para poder seguir con ella y aunque la Princesa de Hielo tuviera un corazón de hielo —y se diferenciase de los demás humanos por eso— seguiría siendo siempre distinto a ella, porque llanamente, él no poseía corazón. O al menos, nunca tendría corazón para ella. No la amaba. 

Ella, aturdida por la superficialidad procaz en la que vivía, en donde lo único auténtico era el hielo situado en su pecho; fue corriendo en busca del más grande de sus seguidores, de aquel extraño muchacho que amaba leer. No le interesaba pedirle perdón, ni darse una oportunidad de conocerlo. En el fondo, la princesa también tenía algo de vampiresa y necesitaba de la energía de los demás para sobreponerse a los malos momentos. Jugaría un poco con él hasta haber superado el desamor. 

Lo buscó gritando su nombre por todo el lugar. 

“Se sentirá el ser más feliz sobre esta tierra” había pensado. 

Para su sorpresa, él no apareció a recibirla. Entonces, sus vasallos le revelaron que el hombre que la había querido como ninguno, habíase marchado años atrás; no sabían a dónde. 

Varias fechas se sucedieron. Ya que su interior había vuelto a helarse, el invierno sin fin regresó. Cada día que pasaba era más fresco que el anterior. Como le vaticinó el ángel, empezaron a morir sus súbditos. A causa de la fría ventisca, ningún visitante llegaba al palacio. Poco a poco, la vida de la princesa se sumió en la peor de las oscuridades, y ni la dulzura que desplegaba al llorar pudo retener a su gente en el mundo de los vivos. Ella fue la única sobreviviente. 

Tuvo que soportar la considerable cantidad de vida que le quedaba, totalmente sola. Muchas veces dudaba en matarse, pero su indecisión hacía que prefiriese que todo siguiera, una vez más, su curso; un camino de dolor. Un camino en el que no había vuelta atrás y del que ya no existía escapatoria. Ella lloraba y lloraba, pero nadie nunca la escuchaba, ni la escucharía. 

Cosa extraña la soledad: todo lo que pudiese hacer la princesa no tendría sentido para nadie más que para ella; nada de eso parecía existir, porque nadie, además de ella, era testigo. 

Lo peor que le podía pasar a la Princesa de Hielo era no escuchar más voz que la suya, no ver más que su hermoso rostro (en el espejo) y no sentir devoción por parte de nadie, siquiera devoción por parte de ella misma. Dado que extrañamente, a diferencia de casi todas las personas a las que deleitaba y enamoraba, la a Princesa de Hielo no se amaba. 

La princesa de Hielo se odiaba; por eso siempre temió encontrarse sola un mínimo instante: porque ello significaba disfrutar de su propia presencia, de la esencia en estado puro de su propio ser. 

La tarea esencial en su vida fue convencer a todos de que la amen, sin poder amarse a ella misma. Por esto le era imposible amar a los demás; y por esto también, al único que quiso fue a al ser que jamás la amó. 

El infierno no viene al morir. El infierno es la vida sin amor, sin pasión. Y aunque se describa al infierno como un lugar con llamas, su vida fue un absoluto infierno. 

Fiel a su gusto por distinguirse, la Princesa de Hielo fue la única princesa de cuentos de hadas en terminar infeliz. 







Por siempre y para siempre.

1 comentario:

  1. ¡Genial! Ya sabés que me identifica mucho! Seguí escribiendo por favor! Te copié un poco y tambien me hice un blog con algo que había escrito. Te lo dejo:
    http://josegassullescritos.blogspot.com.ar/

    ResponderEliminar